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domingo, 4 de octubre de 2015

Desde mi ventana; La verdad del caso Asunta

La verdad del caso Asunta

Hoy llueve. Hoy veo caer una lluvia incesante a través de mi ventana. Mi peregrinar incesante por la vida me ha traído en esta ocasión a la tierra del musgo, la tierra y el mar.

He paseado entre el aroma de la hierba verde y el gris húmedo de las piedras, entre los incipientes ocres del paisaje y el gris ahumado de la ancestral lareira.

En uno de esos incomparables marcos de los que presume la Galicia meiga, encontré cobijo en un rincón rural al que acostumbran a acudir grupos de personas que buscan un momento de sosiego y paz.

El silencio amable de estas casas invita sin duda a la reflexión. A meditar sobre el pasado y el futuro, a charlar sobre lo cotidiano y lo anodino, sobre lo sorprendente y lo común, de lo extraño y de lo propio, de nuestras vidas y de la ajenas.

Caída la noche y a la luz de un ornamental candil, ahuyentaba la frescura del húmedo ambiente al calor de la madera condenada al fuego, cuando no pude evitar escuchar la animada tertulia que discurría en el vecino rincón del comedor.

Alrededor de una mesa con olor a café y queimada, tomaba la palabra un curioso personaje de cejo enjuto y discurso orondo que asestaba con rotundidad el epitafio escrito por otros sobre la tumba de una mujer a la que se le hurtó su presunción de inocencia; “no cabe duda, es culpable”, sentenció.

No pude evitar la tristeza desconcertante que alcanzó el fallo cuasi unánime de los contertulios, al asentir con rotundidad la proclama lanzada por aquel hombre.

Aquella verdad inducida, aquella sentencia viciada, me conmovió. Escuché durante buen rato todos y cada uno de los indiscutidos argumentos que aquél personaje enumeró uno por uno, del carácter irrefutable que adquirieron aquellos fundamentos, por el simple hecho de ser narrados o expuestos por los mercenarios de los medios. En ese instante vino a mí el balar de los corderos.

Pocas horas antes, al atardecer, veía con encanto como los corderos entre balidos seguían a las ovejas y como éstas, sin juicio, seguían al buen pastor. Aquél pastor parecía un hombre bueno, un personaje amable pero curtido, un ser noble, un individuo ajeno a juicios extraños e inapelables sentencias. 

Observé durante tiempo como conducía a buen recaudo aquel rebaño, cómo con su silencio y andar seguros, los corderos y las ovejas se entregaban a sus designios. El buen yantar y el resguardo de la noche parecían ser la única moneda de pago que el viejo pastor ofrecía a su rebaño. Me pareció sencilla aquella relación. Era simple, pero honesta.

Andaba yo en estos pensamientos cuando recobré el hilo de la conversación que discurría a mi vera. Poco después de la mesiánica sentencia dictada sobre la mesa, se escuchó el silencio y desde su interior pude escuchar la voz de una mujer que decidió exponer a los comensales la verdadera razón de sus pesares.

Su voz era dulce y apaisada, tierna y sincera. Sus palabras no buscaban intenciones ni manipulaban verdades, no reconstruían pasados ni albergaban crueles destinos o justas condenas. Sus palabras eran sencillas, simples. No eran grandes palabras ni su verbo elocuente, pero salían sentidas, se enunciaban tiernas desde el corazón de una madre, desde la ternura de un alma conmovida por los sentimientos y por la inocencia de una fallida infancia.

Me conmovió observar como aquellas palabras silenciaron una idea, un caso, una noticia, un triste acontecimiento del que nadie habla, porque otros son los que lo narran.

Aquella fue la primera ocasión en la que dejé de escuchar hablar del caso Asunta, para oir hablar de las personas, de los sentimientos, de la pasiones, del amor, de la crueldad, de la tristeza, de la justicia, de la muerte, de la venganza …

No sé si los casos debieran tener nombre y si me apuran, hasta rehuiría de bautizar a las personas para convertirlas en rebaños, pero si sé que no deberíamos olvidarnos de las personas, de los valores y principios, de los sentimientos, de las emociones, de las verdades.

Al final de la noche me acosté triste, conmovida, taciturna y compungida pero sin olvidar las palabras de aquella mujer sencilla, que simplemente habló de una madre y de una hija. Sin juicios ni sentencias, pero con sentimientos y con valores, oí hablar de una vida, de una niña, de una truncada infancia y de un fatal destino sobre el que unos y no otros, se habrán de pronunciar con verdad, nobleza, recto proceder y con justa causa.


Entre sueños, volví a recordar al pastor y el balar de los corderos. No juzgaré al pastor, pero permítanme confiar en la inocencia de los corderos.

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