La
verdad del caso Asunta
Hoy llueve. Hoy veo caer una
lluvia incesante a través de mi ventana. Mi peregrinar incesante por la vida me
ha traído en esta ocasión a la tierra del musgo, la tierra y el mar.
He paseado entre el aroma de la hierba
verde y el gris húmedo de las piedras, entre los incipientes ocres del paisaje
y el gris ahumado de la ancestral lareira.
En uno de esos incomparables
marcos de los que presume la Galicia meiga, encontré cobijo en un rincón rural
al que acostumbran a acudir grupos de personas que buscan un momento de sosiego
y paz.
El silencio amable de estas casas
invita sin duda a la reflexión. A meditar sobre el pasado y el futuro, a
charlar sobre lo cotidiano y lo anodino, sobre lo sorprendente y lo común, de
lo extraño y de lo propio, de nuestras vidas y de la ajenas.
Caída la noche y a la luz de un
ornamental candil, ahuyentaba la frescura del húmedo ambiente al calor de la madera
condenada al fuego, cuando no pude evitar escuchar la animada tertulia que discurría
en el vecino rincón del comedor.
Alrededor de una mesa con olor a
café y queimada, tomaba la palabra un curioso personaje de cejo enjuto y discurso
orondo que asestaba con rotundidad el epitafio escrito por otros sobre la tumba
de una mujer a la que se le hurtó su presunción de inocencia; “no cabe duda, es
culpable”, sentenció.
No pude evitar la tristeza desconcertante
que alcanzó el fallo cuasi unánime de los contertulios, al asentir con
rotundidad la proclama lanzada por aquel hombre.
Aquella verdad inducida, aquella
sentencia viciada, me conmovió. Escuché durante buen rato todos y cada uno de
los indiscutidos argumentos que aquél personaje enumeró uno por uno, del
carácter irrefutable que adquirieron aquellos fundamentos, por el simple hecho
de ser narrados o expuestos por los mercenarios de los medios. En ese instante
vino a mí el balar de los corderos.
Pocas horas antes, al atardecer,
veía con encanto como los corderos entre balidos seguían a las ovejas y como éstas,
sin juicio, seguían al buen pastor. Aquél pastor parecía un hombre bueno, un
personaje amable pero curtido, un ser noble, un individuo ajeno a juicios
extraños e inapelables sentencias.
Observé durante tiempo como conducía a buen
recaudo aquel rebaño, cómo con su silencio y andar seguros, los corderos y las
ovejas se entregaban a sus designios. El buen yantar y el resguardo de la noche
parecían ser la única moneda de pago que el viejo pastor ofrecía a su rebaño.
Me pareció sencilla aquella relación. Era simple, pero honesta.
Andaba yo en estos pensamientos
cuando recobré el hilo de la conversación que discurría a mi vera. Poco después
de la mesiánica sentencia dictada sobre la mesa, se escuchó el silencio y desde
su interior pude escuchar la voz de una mujer que decidió exponer a los
comensales la verdadera razón de sus pesares.
Su voz era dulce y apaisada,
tierna y sincera. Sus palabras no buscaban intenciones ni manipulaban verdades,
no reconstruían pasados ni albergaban crueles destinos o justas condenas. Sus
palabras eran sencillas, simples. No eran grandes palabras ni su verbo
elocuente, pero salían sentidas, se enunciaban tiernas desde el corazón de una
madre, desde la ternura de un alma conmovida por los sentimientos y por la
inocencia de una fallida infancia.
Me conmovió observar como
aquellas palabras silenciaron una idea, un caso, una noticia, un triste
acontecimiento del que nadie habla, porque otros son los que lo narran.
Aquella fue la primera ocasión en
la que dejé de escuchar hablar del caso Asunta, para oir hablar de las
personas, de los sentimientos, de la pasiones, del amor, de la crueldad, de la
tristeza, de la justicia, de la muerte, de la venganza …
No sé si los casos debieran tener
nombre y si me apuran, hasta rehuiría de bautizar a las personas para convertirlas
en rebaños, pero si sé que no deberíamos olvidarnos de las personas, de los
valores y principios, de los sentimientos, de las emociones, de las verdades.
Al final de la noche me acosté
triste, conmovida, taciturna y compungida pero sin olvidar las palabras de
aquella mujer sencilla, que simplemente habló de una madre y de una hija. Sin
juicios ni sentencias, pero con sentimientos y con valores, oí hablar de una
vida, de una niña, de una truncada infancia y de un fatal destino sobre el que
unos y no otros, se habrán de pronunciar con verdad, nobleza, recto proceder y
con justa causa.
Entre sueños, volví a recordar al
pastor y el balar de los corderos. No juzgaré al pastor, pero permítanme confiar
en la inocencia de los corderos.
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