Año 1974. Mayo, día treinta y
uno. San Sebastián
(…)
No era la primera vez que oía
hablar de aquél lugar, pero sí fue la primera ocasión que tuve de conocerla.
Aún no sabía si mi hermana había llegado al mundo y por aquél entonces, con
seis años mis inquietudes eran otras, más propias de la infancia y más lógicas
en un niño que con los años volvería sobre sus pasos y regresaría a Donosti. Cuando
hoy en día pienso en los avatares que me unieron a esta ciudad, simplemente, me
estremezco.
En Mayo de 1974 conocí San Sebastián.
Había oído en casa no pocas historias de ciertos lazos que me unían genealógicamente
con aquella ciudad. Mis ancestros, según contaban, habían sido gentes de
posibles en aquella lejana edad Media en la que las tierras Navarras y sus
señores, luchaban por conseguir una salida al mar. Había oído contar entre
sueños, como ascendientes con común antroponimia al apellido de mi familia, redactaron
los pergaminos que sirvieron al rey Sancho IV de Navarra para conceder el fuero
de villa a la ciudad por la que ahora paseaba mientras mi hermana venía al
mundo.
Nunca fui un chaval de buenos
modos y aún hoy con los años, las formas o mejor dicho las buenas formas, no
son lo que más pueda destacar de mi carácter. Así pues, se entenderá que mi breve
estancia por la calles de aquella ciudad no fue lo suficientemente breve como
para evitar que metiese en más de un embrollo infantil.
En apenas trescientos
metros, había logrado el llanto de una niña que jugaba a la comba, la sorpresa
de unas ancianas a las que logré derramar el café sin recibir reprimenda y en
tan sólo media hora había logrado como botín los juguetes con los que un par de
críos se disponían a bajar a la playa.
Mientras mi abuela se afanaba en
mil disculpas con las señoras del café, yo jugaba con los juguetes recién
adquiridos al tiempo que burlonamente hacía muecas a la niña a la que había
tirado de la coleta.
(…)