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Si me lo permitís, os quiero contar una historia, pero no la leáis. Vividla mientras os la escribo. Disfruto de los sueños escribiendo sobre ellos, te invito a poner imágenes a mis palabras en el Club de los poetas muertos.

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domingo, 16 de febrero de 2014

Año 1974. Mayo, día treinta y uno. San Sebastián

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Año 1974. Mayo, día treinta y uno. San Sebastián

Nuestra Señora de Aránzazu. En la planta de maternidad, a lo lejos, una enfermera registraba el nacimiento de una niña. El parto no había sido complicado pero los altos niveles de bilirrubina provocaban que la piel y los ojos del bebé pareciesen amarillos. No parecía que la ictericia fuese grave, pero los doctores habían decidido solicitar pruebas para analizar sus células sanguíneas y sus enzimas. La madre, sola en su habitación, podía ver a través del cristal la incubadora en la que, como precaución, había sido depositada su pequeña.

Sobre la cómoda, la primera página del diario anunciaba el encuentro entre Israel y Siria, que al final, habían acordado retirar sus fuerzas de los altos del Golán, siempre bajo la atenta mirada de los norteamericanos.

Salvo aquella noticia, el día que nació Clara fue un día tranquilo y sin grandes efemérides que valiesen la pena recordar. Sólo la monja que acomodaba a la recién parturienta, parecía recordar que ese mismo día, allá por 1556 había muerto el fundador de la Compañía de Jesús, San Ignacio de Loyola, al que debía su nombre el santuario y basílica situado a las orillas del río Urola. Sor María, hacía poco que atendía la planta de maternidad del hospital. Llegó de las misiones en El Perú donde, cinco años antes vivió la tragedia de los terremotos que se cobraron más de cincuenta mil vidas en aquél país. La vida y las experiencias duras habían curtido con los años su piel, pero pocos sabían que era más joven de lo que aparentaba su rostro.