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Año 1974. Mayo, día treinta y
uno. San Sebastián
Nuestra Señora de Aránzazu. En la
planta de maternidad, a lo lejos, una enfermera registraba el nacimiento de una
niña. El parto no había sido complicado pero los altos niveles de bilirrubina provocaban
que la piel y los ojos del bebé pareciesen amarillos. No parecía que la
ictericia fuese grave, pero los doctores habían decidido solicitar pruebas para
analizar sus células sanguíneas y sus enzimas. La madre, sola en su habitación,
podía ver a través del cristal la incubadora en la que, como precaución, había
sido depositada su pequeña.
Sobre la cómoda, la primera
página del diario anunciaba el encuentro entre Israel y Siria, que al final,
habían acordado retirar sus fuerzas de los altos del Golán, siempre bajo la
atenta mirada de los norteamericanos.
Salvo aquella noticia, el día que
nació Clara fue un día tranquilo y sin grandes efemérides que valiesen la
pena recordar. Sólo la monja que acomodaba a la recién parturienta, parecía
recordar que ese mismo día, allá por 1556 había muerto el fundador de la
Compañía de Jesús, San Ignacio de Loyola, al que debía su nombre el santuario y
basílica situado a las orillas del río Urola. Sor María, hacía poco que atendía
la planta de maternidad del hospital. Llegó de las misiones en El Perú donde,
cinco años antes vivió la tragedia de los terremotos que se cobraron más de
cincuenta mil vidas en aquél país. La vida y las experiencias duras habían
curtido con los años su piel, pero pocos sabían que era más joven de lo que
aparentaba su rostro.